Jesús Ríos Jr |
Sebastian Ordoñez |
Qué hacen las autoridades para utilizar algunos fondos, todos dedicados a proteger o encaminar delincuentes o criminales sin remedio…?
El calor era sencillamente abrasador en el autódromo de Road Atlanta (108 grados a la sombra, 132 en el cemento) era imposible permanecer al sol por más de algunos minutos. Sin embargo; ahí, con sus caras acaloradamente rojas lo mismo que sus ojos, bañados en sudor, con los uniformes empapados, estaban ellos, cada uno al lado de su auto observando todos y cada uno de los detalles, mientras los mecánicos hacían sus últimas correcciones.
Con escalofriante frialdad y seriedad castrense, acomodaron sus sillas, arreglaron los vendajes de sus manos y se calzaron sus respectivos cascos. Cada uno miró al cielo en un rezo silencioso y sincero antes de sentarse en la butaca. Jesús Ríos Jr., Sebastián Ordoñez y Taylor Cooke, los chicos de Miami, cada uno con su sacrificio a cuestas, cada uno con un sueño apretado a la cintura.
Taylor Cooke |
Pero la cosa para ellos, fue tomando visos de realidad muy pronto y con menos de diez años aprendieron a acelerar a velocidades que muchos de nosotros ni usamos en las autopistas, en un tuteo absoluto con la más joven de las adrenalinas.
Los padres (a excepción de uno de ellos, técnico) tuvieron que aprender tareas que jamás hubieran soñado; mecánico, consejero, planificador de estrategias, expertos en viajes, compradores de repuestos, armadores de motores, de carpas y de sueños. Todo con la precisión inapelable del que no puede equivocarse.
Luego hubieron de adecuar a la familia al presupuesto apretado, aquel de los bolsillos flacos y a explicar a sus otros herederos el porqué sí de algo y el porqué no de lo otro, tratando en todo caso de producir un balance indefendible y a veces hasta doloroso...
Los tres salieron a la pista, cada uno en su grupo, con la concentración inclementemente impropia para la edad y con el pensamiento ultrajado en dos extremos incuestionables: Poder ganar y no romper nada porque no hay como pagarlo…
Las vueltas se sucedían bajo una temperatura caprichosamente implacable, pero eso no era trascendental para estos pilotos, aún niños. Lo importante era cuidarse y cuidar el auto, competir y llegar… Y vaya si lo hicieron; triunfos inobjetables para los tres, pensados, trabajados, esperados y allá, en lo más alto del podio, una lágrima traicionera que se mezclaba en las mejillas enrojecidas y sudorosas.
De regreso al hotel, jugueteando y riendo con sus trofeos, se internaron en el gimnasio. Había que prepararse bien para el próximo día, aunque el cuerpo se llenaba de dolores y las manos de ampollas…
Yo regresé a mi habitación, destruido de cansancio, me recosté en el sofá y pensé cómo esos chicos podían estar en un gimnasio. Pensé en lo breve de sus edades, pensé en aquel sacrificio póstumo, pensé en su corrección, en sus procederes, en que además son los mejores estudiantes de sus escuelas, buenos hijos, mejores nietos, rivales en la pista, pero con sentimientos puros iclaudicables que los hizo amigos inseparables en la intimidad… Y pensé largamente: Cuál es la recompensa para estos niños casi perfectos…? Qué hace nuestra sociedad para alivianar sus cargas..? Qué hacen las autoridades para utilizar algunos fondos, todos dedicados a proteger o encaminar delincuentes o criminales sin remedio…? O es que los buenos perdieron sus derechos..?
No pude menos que acordarme de uno de ellos, que por más que dejó parte de su salud trabajando para poder competir, tuvo que abandonar su pasión en manos de las barreras de un presupuesto inmisericorde; hoy caído en un camino sin retorno de dogas y de alcohol.
Entrada la noche me acosté, no pude cenar; tenía el pecho lleno de impotencia y una pregunta rebelde o caprichosa que se debatía en mi cerebro: Dónde está la justicia para los chicos buenos de Miami...?
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